Edgar y las donitas desaparecidas

La ceniza caía como nieve y el olor a humo llenaba mis pulmones. La luz del día tenía ese tono amarillento que usan las películas y series de Hollywood cuando los personajes viajan a México que aparentemente era causado por un exceso de humo que además hacía que uno pudiera ver directamente al sol sin deslumbrarse (pero causando el mismo daño a la retina y uno, tontamente, lo volteaba a ver). Parecía película. No lo era. En una película, el fuego sería causado por una invasión de extraterrestres, un dragón malvado, la rebelión de las máquinas o un supervillano a punto de ser derrotado por un equipo de personas superdotadas que acababan de descubrir el valor de la amistad. En realidad, la ceniza, el humo, el fuego, venía de un par de incendios forestales cuya misión parecía ser arruinar mis vacaciones.

Los incendios forestales son comunes en California por estas épocas del año. Pero nunca habían alcanzado Lake Tahoe; nunca habían llegado tan cerca a la casa. Imposible salir de la casa sin respirar bocanadas de humo y sin llenarte los ojos de ceniza, no se puede usar el kayak ni las bicicletas; no se puede ir al golfito ni a hacer un picnic en la orilla del lago; no se puede ir a caminar en el bosque. Estamos encerrados y de nada sirve abrir una ventana para que circule el aire porque el aire de adentro está mejor que el de afuera.

Fue así, en este encierro forzado en el que conocí a Edgar.

Era tarde, aunque no tan tarde como la luz parecía indicar. De juzgar por el cielo, irían a dar las ocho. En horario de verano, el atardecer se aproximaba. Pero acabábamos de comer, en realidad, no podrían ser más de las cinco de la tarde. Así de feo estaba el cielo. Yo estaba sentado en un sillón individual, tejiendo una bufanda mientras escuchaba música (en ese momento era una canción de Sixto Rodríguez) cuando me entró ese antojo de algo dulce que te da después de comer, cuando el postre resulta insuficiente.

Fui a la cocina en busca de esas donitas blancas, como las de bimbo pero de otra marca, que yo sabía que habíamos comprado hace unos días. Tenían que estar ahí, detrás de una de las puertitas en las que guardábamos la comida, si no es que junto al pan. A las demás no les gustaban, sólo yo las comía, entonces no podían haberse acabado. And yet. No estaban. Las busqué por toda la casa, en la cocina, en mi cuarto, en el baño, en la sala, en el cuarto de mi abuela. Las busqué hasta después de que dieran las ocho realmente, incluso cuando ya había perdido el apetito, más por determinación que por antojo. No estaban las donitas. Nadie las había visto. Mi hermana dudaba de su existencia incluso y me veía como si estuviera loco.

En algún momento habré gritado "Dónde estáaaaaaan" antes de rendirme y ayudar a preparar la cena. Y fue mientras que sacaba un sartén para hacerme una quesadilla que las vi. Estaba seguro de haber checado todas las puertitas y no las había encontrado, pero ahí estaban, junto a los sartenes y las ollas. Me estarían jugando una broma. Al menos eso pensaba. No recuerdo si me percaté de que parecían haber menos donitas de las que había dejado. Esa fue la primera verdadera interacción que tuve, sin saberlo, con Edgar. La primera de muchas.



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