La Agencia de coches

Hoy les quiero compartir un cuento que escribí para un concurso de cuentos de la Ibero hace algunos años ya. Este cuento no ganó el concurso. Estos fueron los ganadores por si los quieren leer. Aún así creo que para un Javi de 17 años, está padre este cuentito (por favor tengan eso en cuenta mientras lo leen). Espero que lo disfruten.

La Agencia de coches


Jime se encerró en su baño, sacó su celular y abrió un navegador de Internet en modo incógnito, pues no quería que quedara el registro de lo que estaba a punto de buscar. Simplemente tecleó “coches” y cuando aparecieron las imágenes, sintió que se aceleraba su respiración, su corazón empezaba a latir velozmente y se apoderó de ella una sensación cálida en su pecho, aquel placer estimulante con el que ya le era familiar y que viene al hacer una travesura. Una travesura de la que nadie se podía enterar, porque sería una situación muy incómoda para ella, y además seguramente su papá se pondría furioso si la viera. Algún día, pensaba Jime algún día encontraré el coche correcto y lo manejaré. Pero mientras se tendría que conformar con la versión diluida y endulzada de la realidad: la ficción perfecta e inalcanzable que ofrecía el Internet.

Después de un rato viendo imágenes, decidió buscar vídeos. Era difícil encontrar uno en el que el conductor disfrutara apasionadamente conducir; en la mayoría, el conductor forzaba al coche, lo empujaba más allá de los límites normales y los coches estaban todos relucientemente limpios, sin ninguna imperfección. Jime sabía que así no eran la mayoría de los coches en realidad, pero vaya, qué bonitos estaban.

Jime, ven conmigo, vamos a salir

¿Ahorita, papá?

Era sábado en la tarde, y Jime estaba lista para terminar su día viendo Avatar: la leyenda de Aang, envuelta en sus cobijas con una taza de chocolate Abuelita entre las manos. No quería ir a ningún lado.

Sí, ahorita. Necesito que me acompañes a recoger algo.

Jime dejó escapar un suspiro, se acabó su chocolate, se puso unos zapatos y lo acompañó. El padre de Jime, Diego, pedaleaba en silencio, lo cual hizo que Jime sospechara. Su papá nunca se callaba. Odiaba el silencio y hacía cualquier cosa para llenarlo, aunque estuviera andando en bici, “tenemos poco tiempo juntos en esta vida -le decía a sus hijas- “como para desperdiciarlo pensando; mejor canta, platica, exprésate, di lo que tengas en la mente, sácalo y pasa un buen momento con los demás”. Esa filosofía le había ganado unas buenas golpizas, pero el señor afirmaba que todas y cada una de ellas, habían valido la pena.

Papá, ¿qué te pasa? No has dicho una palabra en todo el camino.

Mmmm… ¿qué dijiste, perdón?

Te pregunté si estás bien.

Ah, sí, perfectamente… mira, ya llegamos.

Jime miró a su alrededor. Estaban en una parte de la ciudad que no recordaba haber visitado nunca en su vida, se habían detenido afuera de un establecimiento sin ventanas. Diego se veía muy incómodo, se secaba el sudor de las manos en sus shorts, su frente brillaba levemente. Jime lo miraba atentamente, se empezaba a preocupar. Su papá cerró los ojos, respiró profundamente y empezó a hablar:

Jime, sé que muchas niñas de tu edad ya están empezando a manejar y lo hacen con cualquier coche que encuentren por ahí. Algunas hasta se compran su propio coche. No sé si ya les urge aprender a manejar, ver cómo se siente o si lo hacen por presión social, pero no soy tonto. Sé que tarde o temprano vas a querer aprender a manejar, aunque yo no quiera y aunque yo opine que puede ser peligroso o que estás muy chiquita para hacerlo. Prefiero que tú sepas cómo se hace, que aprendas a manejar en un ambiente más controlado para que cuando salgas en la vida real y quieras manejar, sepas qué es qué. Que sepas cuidarte. No quiero que por no saber, tengas un accidente.

Jime no podía creer que estaba teniendo esta conversación, nunca se había sentido tan incómoda en su vida. O sea, claro, había hablado de coches con sus amigas, pero en secreto, cuchicheando a escondidas en el baño de la escuela. Nunca se imaginó que su papá, de todas las personas…

Papá, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar?

Es una agencia de coches usados. Aquí nada más te los rentan por ratitos cortos y tienen unas pistas para que los uses.

Jime sabía lo que eran las agencias de coches, sabía para qué servían y qué se hacía en ellas.

Y, ¿qué hacemos aquí?

Venimos para que aprendas a manejar; si es que quieres, claro.

¿Qué? Papá, ¿estás loco? Estos lugares…

Este está limpio, créeme, yo vengo aquí todo el tiempo.

¿Tú…? Pero ¿no son para…?

Ah, no, tienen todo tipo de coches para todos.

Pero… ¡Papá! ¡Tú tienes un coche!

Tener un coche no significa que no puedas manejar otros coches.

Claro que un hombre pensaría así, reflexionó Jime. No se espera lo mismo para las mujeres.

Mira, Jime, voy a regresar en una hora, te voy a dar dinero. Tú decides qué haces con ese dinero y qué haces con ese tiempo. Si no te sientes lista o cómoda para manejar, puedes simplemente ver los coches, si te dan curiosidad o algo, o si no, puedes ahorrar ese dinero para otra cosa. Vamos a volver aquí una vez al mes por si no te animas hoy, pero si quieres, me puedes decir y yo te traigo aquí sin problema. Entiendo que a tu edad, las niñas empiezan a…

Papá, por favor, cállate.

Diego se veía tan incómodo como Jime se sentía.

Yo sé que puede ser incómodo hablar de esto conmigo. Sé que sería mejor si lo pudieras haber hablado con mamá pero… bueno, me imagino que prefieres esto a que yo te enseñe.

No papá, esto está mejor, por favor, no me enseñes tú.

Jime agarró el dinero que le ofrecía y se alejó lo más deprisa posible de su padre, antes de que se pusiera peor la conversación, aunque no se podía imaginar cómo podía ser peor.

No manejó ese día, ni siquiera entró a la agencia. Se guardó el dinero en la bolsa de la chamarra y entró a un OXXO que había en la esquina. No podía creer que a su papá, de todas las personas, se le ocurriera algo así. Sabía que sus intenciones eran buenas, pero ¿no se le había ocurrido lo que diría la gente si alguien la viera entrar a ese lugar? Y además, ¿cómo iba a dejar que su primera vez manejando fuera así? Se suponía que la primera vez tenía que ser algo especial para poder recordarlo como una especie de logro. Si pagaba por manejar, le quitaba un poco el mérito, ¿no? Esto no era nada especial, no era una historia que quisiera presumir luego con sus amigas. Además, le había prometido a Dani que ella iba a estar ahí la primera vez que manejara. Sí, quería manejar algún día, sí, le daban ganas de ver cómo se sentía pero al menos con un coche que fuera suyo, no de esta manera.

Su papá no regresó sino hasta una hora después, como había prometido. Recogió a Jime y no volvieron a tocar el tema.

Jime no le contó a nadie de su pequeña excursión y casi la había olvidado hasta que un mes después, su papá le volvió a pedir que la acompañara por unos papeles. De nuevo, no dijo nada durante el trayecto y cuando llegaron a la agencia, se limitó a ofrecerle el dinero a manera de despedida. Jime lo tomó, se bajó y esperó a que su papá desapareciera de vista antes de dirigirse hacia el OXXO de nuevo.

Mes con mes se repetía esta rutina y Jime llevaba ahorrada una buena cantidad de dinero cuando se enteró que, por primera vez, un niño de su generación había manejado un coche. Sus amigos le aplaudían y querían saber cómo había sido, cómo se había sentido. La mayoría de las niñas lo juzgaban desde lejos “¿qué le pasa?” decían, “todavía estamos muy chiquitos para andar con esas cosas” pero en secreto, lo admiraban también. Jime sólo se quedaba callada. No quería que nadie se enterara que su papá la había llevado a una agencia de coches. Más de una vez. Pero a pesar de que le parecía una irresponsabilidad y que consideraba que estaban demasiado chiquitos para esas cosas, no podía negar que le había picado la curiosidad.

Ahora, si bien sentía curiosidad por los coches, todavía tenía reservas sobre manejar uno. La siguiente vez que su papá la llevó a la agencia, Jime no fue al OXXO como acostumbraba sino que entró a la agencia. Se sentía nerviosa, como si una voz le repitiera que no debía estar ahí, que ese era un lugar maldito, pero ignoró esa voz. En la recepción había un sillón en el que podían esperar los clientes, una señorita con una camisa de botones blanca estaba sentada detrás de un escritorio y más atrás había un largo pasillo lleno de puertas.

La señorita la miró con una mezcla de diversión, curiosidad y confusión.

¿Te puedo ayudar, cariño?, ¿estás perdida?

No. Estoy en una agencia de coches, ¿no es cierto?

La señorita se veía desconcertada.

Sí, así es… ¿quisieras…? ¿buscas… algo en especial?

Quería ver. Solamente ver.

La señorita se veía incómoda: claramente Jime no era el público que estaba acostumbrada a atender.

¿Y tienes con que…?

Jime sacó los billetes que le había dado su papá. La señorita asintió y la llevó por el pasillo hasta una puerta por la que entraron. La puerta daba a un cuarto con una ventana que daba a una pista llena de coches. Pegado a la pared había un sofá con un volante de juguete reposando en uno de los colchones. Eso era todo. La señorita tomó el dinero y dejó a Jime, cerrando la puerta tras de sí. La canción Drive my car de los Beatles llenaba la sala.

Jime se limitó a ver los coches ese día. Su papá tenía razón: había todo tipo de coches, de todos los colores, de todas las formas. Era intoxicante verlos moverse en persona, tan libres. Jime nunca había visto algo igual. Bueno, había visto algunos vídeos de coches en internet, pero eso no era lo mismo: aquí los conductores no hacían trucos imposibles, no conducían a velocidades exorbitantes. El ruido sí era el mismo. Eso no parecía cambiar. Había algo satisfactorio en el rugido de los motores.

Cuando pasó la hora, Jime salió de la agencia y ahí estaba su papá esperándola. Tuvo miedo de que le fuera a decir algo, pero su papá se quedó callado. No parecía notar que su hija tenía algo diferente, que se sentía diferente. Durante el camino de regreso, Jime miraba a su papá. Era fácil olvidar que ese señor algún día había tenido su edad y al igual que ella, había querido manejar por primera vez y -lo que más le incomodaba -seguramente había manejado algunas veces, tal vez hasta con más de un coche. Tal vez lo siguiera haciendo.

Con el tiempo, Jime se fue enterando que sus amigas empezaban a manejar. Dani, había rentado un coche durante su año fuera en Canadá y lo había manejado un par de veces. Cada vez se volvía más normal que chavos de su edad estuvieran manejando. Por lo menos, cada vez más Jime se percataba de este tipo de situaciones. Por un lado, le incomodaba que sus amigas, sobre todo las más religiosas, manejaran un coche cualquiera, ni siquiera uno rentado. Por otro lado, deseaba aprender a manejar y tener su propio coche. Pero quería hacerlo bien. No entendía a sus amigas, por más que trataran de explicárselo:

Es por el compromiso que implica tener un coche. Si el coche es tuyo y lo chocas, lo tienes que pagar tú.

Eso no te da el derecho a manejar un coche que no es tuyo.

Pero, ¿a quién afecto? Ese coche no le pertenece a nadie.

Pero mínimo, si vas a manejar, maneja un buen coche, ¿no?

No, no, no, no, no, por la misma razón. Es probable que choques la primera vez que manejes o que lo hagas mal porque no sabes cómo hacerlo. ¿Qué prefieres?: ¿chocar un vochito o un ferrari? Mejor que cuando tengas tu propio coche, ya lo sepas manejar y no lo choques, ¿no crees?

Preferiría chocar mi propio coche porque al menos me puedo quedar con ese.

Okey, bueno. ¿Qué prefieres?: ¿que tu primer coche sea un vochito de segunda mano o que sea un ferrari?

Un Ferrari, definitivamente.

Pues entonces va a ser muy difícil que empieces a manejar si te pones tan exigente.

No importa, me esperaré.

Te vas a hacer vieja esperando.

Ay, maneja tu coche.

Pero eso sí, Jime, tengo que estar ahí la primera vez que manejes un coche. Va a ser un día legendario y quiero estar presente.

Así se podían pasar horas y Jime no cambiaba de opinión. Pero en el fondo, cada día, a Jime le daban más y más ganas de manejar un coche. El día que su mejor amiga, Ale, le anunció que había encontrado un coche que le gustaba y que planeaba rentarlo, la vio tan feliz que Jime tomó una decisión: buscaría un coche, un buen coche. Lo rentaría aunque no lo manejara. Eso la haría feliz. Y si le gustaba el coche, si se sentía muy cómoda con él, aprendería a manejarlo. Tal vez hasta lo compraría. Pero eso sí, siguió sin querer manejar en la agencia, no caería tan bajo.

Unos meses después, Ale le platicó que había manejado su coche por primera vez. Sólo había dado una vuelta a la manzana, pero lo había disfrutado mucho. Ale se veía feliz, más feliz de lo que Jime la había visto en mucho tiempo y ahí tomó otra decisión: dejaría de darle tanta importancia a su primera vez manejando. Lo haría con un coche cualquiera, con o sin Dani. ¿Por qué tenía que estar Dani presente? Jime no había estado ahí la primera vez que Dani había manejado. La próxima vez que su papá la llevara a la agencia, entraría a manejar, para quitarse ese gusano de la mente y para que nadie le pudiera decir nada.




El coche era un Chevrolet Astra modelo 2008, blanco. Tenía una de las puertas abolladas por algún choque que nunca se había mandado a arreglar; el interior era negro, con vestiduras de piel y no muy espacioso. La señorita de la entrada le había dado un par de recomendaciones. Acomodó el asiento para que el acelerador le quedara a la altura de sus pies y pudiera sostener el volante sin tener que estirarse, ajustó los espejos y se puso el cinturón de seguridad. Estaba tensa. Tocó el volante con las puntas de los dedos, luego se acordó que había pagado y que podía hacer con ese coche, lo que quisiera y lo aferró, sintió la cobertura de piel y sus manos le empezaron a sudar inmediatamente. Se podía mover un poco pero no podía girar. Tampoco podía cambiar la palanca de posición. Estaba fijada de alguna manera.

Probó pisar el acelerador y no pasó nada. Claro, tenía que encenderlo antes de que el coche funcionara. Cerró los ojos, respiró profundamente, percibiendo el olor a cuero viejo, y metió la llave que le había dado la señorita por el agujero. Se encendieron las luces pero no pasó nada. Trató de relajarse un poco. Todavía apretaba la mandíbula. Cuando abrió los ojos, giró la llave.

Jime no se sentía diferente cuando la recogió su papá, es decir, no sentía que hubiera crecido en lo más mínimo aunque se le hubiera quitado la curiosidad. Sí se sentía diferente físicamente: se sentía agotada; todavía tenía la espalda y la frente fría y pegajosa por el sudor; su pie le dolía, pues no estaba acostumbrada a apoyarlo de esa manera durante tanto tiempo; sentía la tensión en sus hombros y en sus piernas de lo nerviosa que había estado al principio, y en sus manos por apretar con demasiada fuerza el volante. Y el olor se había quedado impregnado en su ropa.

Le había gustado manejar, lo había disfrutado, era mejor que simular con un volante de juguete, pero no era ni la mitad de divertido de lo que la gente la había hecho pensar que era.

Durante el camino, Jime iba distraída, pensando en lo que acababa de hacer y cómo se había sentido. Tal vez lo divertido de manejar era justamente ese esfuerzo de conseguir algo prohibido, la incertidumbre de saber si podría repetir ese evento, la sensación de cometer una travesura a espaldas de las autoridades sin la promesa de poder volver a cometerla y el orgullo de haber logrado la hazaña sin accidentes, el miedo al juicio de los demás. O tal vez lo divertido era la satisfacción de usar algo que compraste. Tal vez si el coche fuera suyo, establecería una especie de vínculo con él, sentiría cierto afecto y disfrutaría tanto más manejarlo. Pero lo que Jime había hecho no tenía ningún mérito de su parte; no estaba desafiando ninguna autoridad porque su papá le había dado permiso para manejar, le había facilitado los medios, prácticamente le había pedido que lo hiciera y no existía ese sentimiento de incertidumbre porque sabía que podía regresar a la agencia en cualquier momento que quisiera. Y no había establecido ningún vínculo con el coche porque sabía perfectamente que ese coche no era suyo.

Tal vez por eso no entendía por qué se hacía tanto alboroto por algo que no era tan especial. Pero el punto era que ya lo había hecho una vez y no sentía ninguna necesidad de volverlo a hacer. Pero ya sabía cómo se hacía. La próxima vez que quisiera hacerlo, ya sabría cómo y no se pondría nerviosa porque sabría que no hay razón para estarlo. Y lo que más extraño le parecía de todo, era el hecho de que estuviera tan mal visto algo tan inofensivo. Jime había entrado al establecimiento, había manejado un coche, se había divertido y nadie había salido dañado. Probablemente la mayoría de los adultos juzgaría terriblemente sus actos; dirían que Jime es una persona sin moral, una persona irresponsable y desenfrenada que no está en edad para andar haciendo esas cosas. Pero ¿por qué debería de haber una edad mínima para manejar? Fuera de que si uno es demasiado pequeño y sus piernas y brazos son demasiado cortos para pisar el acelerador y girar el volante al mismo tiempo. En ese caso, físicamente es imposible manejar. Fuera de eso, no tenía sentido que hubiese una edad límite ni que estuviera mal visto manejar aunque no sea para trasladarse de un lugar a otro.

Hoy manejaste, ¿verdad?- le preguntó su papá, interrumpiendo su línea de pensamientos.

¿Cómo supiste?

Te ves diferente, muy pensativa y un poco… digamos, contenta.

Jime estaba sorprendida. Así que su papá sí se fijaba en ella.

Sí, hoy manejé.

¿Por primera vez?- de nuevo, Jime se sorprendió.

Sí.

¿Y qué opinaste?

Hace unos meses, Jime hubiera estado muy incómoda con esa pregunta, pero habiendo visto de qué se trataba el asunto y sabiendo que no era para tanto, se limitó a contestar:

No debería de haber tanto alboroto por algo así… Digo, está padrísimo pero el rollo que le hacen… es tan estúpido.

Fin.

¿Te pareció raro el cuento? ¿No le entendiste? No te preocupes, la primera vez que lo leyó, Victor tampoco lo entendió y él fue uno de los que lo inspiró. Verán hace ya muchos años, estábamos comiendo unas hamburguesas los Mosquetetos y yo y yo me fui al baño un minuto. Mientras que yo no estaba, los muchachos iniciaron una discusión interesante sobre cómo convenía que uno abordara el tema de su primer beso. Uno de ellos opinaba que lo mejor era que tu primer beso fuera con tu pareja, con una persona en la que confiaras, una persona con la que existiera cariño, amor, confianza, un vínculo emocional, mientras que otro de ellos, argumentaba todo lo contrario. Lo mejor era que tu primer beso fuera con alguien completamente desconocido porque al ser la primera vez, era una garantía que lo harías mal, mejor practicar con desconocidas para que cuando llegara la persona indicada, alguien con quien quisieras una relación seria, ya supieras lo que estabas haciendo y no la regaras. 

Yo estaba en el baño cuando esto sucedió así que eran cuatro mosquetetos teniendo esta discusión, dos contra dos. Cuando regresé, todos estuvieron contentos porque por fin había llegado alguien para declarar el desempate sólo que no me plantearon el debate así tal cual, no. Los Mosquetetos decidieron ponerse metafóricos y en vez de preguntarme literalmente lo que estaban discutiendo, me plantearon lo siguiente:

"Javi, a ver, ¿tú qué crees que es mejor? ¿Que la primera vez que manejes, el coche con el que aprendas a manejar sea un ferrari o un bocho? ¿Verdad que es mejor aprender con un bocho para que si lo chocas (que es muy probable que suceda) al menos no estés destruyendo un coche buenísimo? Es más, mejor que el primer coche que manejes, ni sea tuyo porque así si lo chocas, no tienes tanto problema, ¿no crees?"

Yo, no sabiendo de lo que estaban hablando realmente lo medité un rato y contesté "Pues mis hermanos y yo aprendimos a manejar con el coche de mi papá. Ese coche es el primer que manejamos todos y ya luego nos metimos a clases".

Yo sólo vi sin comprender, como iban procesando las implicaciones de lo que acababa de decir y cómo sus caras cambiaban de confusión a horror y escándalo y cómo se arrepentían de haberme hecho la pregunta en primer lugar. 

Y así fue como maté su analogía.

Luego me explicaron a lo que se referían en realidad y yo morí de risa. No tomé ninguno de los dos lados porque me pareció que ambos casos eran muy válidos y cada quién podía hacer lo que más le acomodara. Además, en ese entonces todavía no daba mi primer beso así que no tenía nada para sustentar una opinión. Al final, mi primer beso resultó ser un Ferrari y no lo choqué. Pero esa es otra historia que dejaremos para otro momento.

El caso es que esa anécdota inspiró este cuento.

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