Jugabas con el fuego
Les escribí un cuento un poco metafórico y abstracto. Me encantaría que me dijeran qué interpretan.
Jugabas con el fuego
El fuego siempre te había parecido algo increíble. Te atraía. Te fascinaba. Te gustaba disfrutar de su calor, de su luz, de su cercanía. Admirabas a la gente que jugaba con el fuego. Sabías que era peligroso, se podían quemar, tus papás siempre lo decían. Pero eso no significaba que no lo pudieras admirar desde la distancia. Estabas completamente cautivado. No era que quisieras prenderle fuego a todo pero disfrutabas enormemente de verlo; ver sus colores, su movimiento, las sombras que producía a su alrededor. Los fuegos artificiales también de todo tipo, las luces de bengala, las abejitas, las brujitas, las varitas de chispas, todos.
Un día muy friolento te acercaste al fuego, pero el calor que te podía ofrecer a distancia no fue suficiente para quitarte el frío. Te acercaste más de lo que los más atrevidos considerarían prudente. Era mejor pero seguía sin ser suficiente. Decidiste meter la mano aunque fuera rápidamente, no te querías quemar, y para tu sorpresa no lo hiciste. Volviste a pasar la mano por el fuego y nada. Sólo calor. Contra tu mejor juicio decidiste aventurarte y meter la mano al fuego completamente. La sensación era increíble y para nada desagradable. No te detuviste ni por un segundo a cuestionar por qué ese fuego no te estaba quemando, simplemente te maravillaste ante el hecho. Reíste a carcajadas. El fuego no dolía y tampoco quemaba tu ropa. Decidiste probar tu suerte y entraste completamente a la fogata, te sentaste en ella, las llamas envolviéndote completamente. Por fin sentías el frío abandonar tu cuerpo. No del todo, pero lo suficiente para que fuera tolerable. Parte de ti sabía que nunca sería suficiente. Siempre querrías más fuego, fuego más grande, fuego más potente, más caliente, el frío nunca desaparecería del todo. Pero por hoy, el fuego te había dado mucho más de lo que tú esperabas y podías estar contento.
Empezaste a jugar con el fuego de vez en cuando, aunque no hiciera frío. El fuego se convirtió en tu mejor amigo, confiabas en él más que en nadie, nunca te quemaste por alguna inexplicable razón. Veías a otras personas que “jugaban” con el fuego, nadie como tú. Eran personas que sí se podían quemar, personas que se metían alcohol o aceite en la boca y le soplaban a una antorcha para asemejar un dragón; personas que hacían trucos de magia con fuego que nunca tocaban, a veces con fuego que ni era real; cocineros que flameaban sus platillos siempre a una distancia atrevida pero cuidadosa; científicos que encontraban maneras de protegerse del fuego que se acercaba a su piel; artistas, bueno, todos eran artistas en realidad pero estos eran de artes escénicas, en el circo o en la calle, malabareando antorchas, pero ninguno de estos tocaba el fuego como tú; ninguno se adentraba en sus llamas, todos se podían quemar.
Un día tenías la mano en el fuego y ocurrió lo que muchos sabían que sucedería -y te lo habían advertido- pero jamás quisiste creer. Te quemaste. No entendiste cómo sucedió y no fue muy grave, solamente sentiste dolor y sacaste tu mano. Tu curiosidad fue mayor que tu prudencia y volviste a meter la mano sólo para encontrar la misma sensación a la que ya estabas acostumbrado de calidez y comodidad. Debiste de haberte imaginado el dolor. Y la ampolla que te salió en la mano, seguramente era de otra cosa de la que no tenías recuerdo. A veces pasan esas cosas.
Tenías tu choza, tu choza de fuego. Era ahí donde más seguro te sentías, donde más en paz te sentías. Era tu lugar seguro, tu lugar feliz. En tu choza había muchísimo fuego, la habías construido a su alrededor y el fuego nunca se apagaba y la choza nunca se quemaba. Era, igual que tú, totalmente inmune a las llamas que abrazaban sus paredes
La gente no entendía cómo le hacías, creía que era un truco, alguna explicación lógica y racional habría, se maravillaban ante tus trucos pero no lo comprendían, pensaban que no eran más que eso: trucos.
La siguiente quemadura fue repentina, profunda y despiadada. Llegó sin advertencia una noche que te bañabas en las llamas. De pronto el fuego comenzó a quemar tus manos pero esta vez no se detuvo. Te quemó a ti, tu ropa prendió en fuego y empeoraron las lesiones. Tu grito fue desgarrador, te salió del alma, no lo pudiste controlar. Fueron tus gritos los que alertaron a los vecinos de que había un problema y gracias a ellos que llamaron a una ambulancia. Por suerte llegaron a tiempo, antes de que las llamas llegaran al resto de tu cuerpo.
No te llevaron al hospital, tus heridas eran demasiado graves. Te llevaron a un centro especial para quemados. Tres meses tuviste que estar ahí, bajo los cuidados de médicos especialistas, sanando, lejos de tu choza, lejos del fuego al que ya te habías acostumbrado y cuyo toque tanto añorabas. Tres meses estuviste sin poder tocar fuego, sin poder jugar con quien se había convertido en tu principal acompañante y mejor amigo. El frío estaba de vuelta y era insoportable. Pero lo peor era la incertidumbre. Pensar siquiera en la idea de que, cuando regresaras a tu choza, el fuego ya no te recibiría como algún día lo había hecho era intolerable. Pero eso no sucedería, te decías, eso era imposible. Te urgía salir del centro de quemados para volver a sentir el fuego.
Por fin llegó el día. Te dejaron ir. Eras libre. Te sentías tan feliz de poder regresar por fin aunque sabías que ya no sería igual. ¿Qué significaban para ti las cicatrices de las quemaduras en tus manos? ¿Habías perdido la inmunidad al fuego o podrías volver a él tranquilamente? Lo averiguarías en cuanto llegaras a tu choza.
Ese día regresaste a la choza para encontrarla en llamas. Horrorizado, entraste para ver qué había sucedido y cuando lo hiciste, para tu horror, el fuego no sólo no te recibió como antes sino que tú te prendiste en fuego también. Desgarrador. Esa era la única manera de explicar el dolor. No lo entendías pero era lo peor que habías sentido en tu vida, diez veces peor que la vez anterior. Verdaderamente horrible y lo sentías rodearte y cubrir cada centímetro de tu piel. El fuego, algún día la mejor sensación que habías conocido, la cómoda familiaridad de un buen amigo, hoy te parecía un completo desconocido que además de todo, te quería matar por alguna inexplicable razón.
Te ahogaste en tu dolor pero esta vez el incendio fue notorio. No hizo falta llamar a la ambulancia porque desde antes de que tú llegaras a la choza, los bomberos ya estaban en camino y llegaron poco después de ti. Habías perdido la conciencia y para cuando la recuperaste, ya te estaban tratando. Sorprendentemente, las heridas no fueron tan graves esta vez aunque dolían más. Mucho más.
La choza está completamente destruida. Ya no hay lugar seguro, ya no hay lugar feliz. Te sientes en estado alerta, inseguro, buscando amenazas. La gente se horroriza al ver las heridas, sientes no solamente su empatía sino también su lástima. Pero ruedan los ojos y te echan la culpa cuando se enteran lo que habías hecho, que realmente jugabas con el fuego sin ningún tipo de protección, que habías metido tus manos a una fogata y que todavía después de quemarte de esa manera tan estúpida, habías vuelto al fuego. Obviamente te ibas a quemar. ¿Cómo se te había ocurrido? Jamás lo entenderán.







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