El helado derretido



Mis querides lectores, la semana pasada me pidieron que escribiera sobre la peor vergüenza de mi vida. La verdad es que no estoy seguro de cuál haya sido la peor vergüenza de mi vida, pero la idea me gustó mucho. Esta no es la peor vergüenza de mi vida, pero es una historia graciosa que marca el inicio de mi relación tóxica con el transporte público y que creo que queda bien aquí.

Era el año 2007, yo tendría unos cuatro o cinco años, era un pequeño morrillo que no sabía gran cosa de la vida ni del mundo ni de la gente. Y definitivamente no sabía moverme en transporte público. Pero eso no importaba porque mis papás y mis hermanos mayores iban conmigo. No recuerdo con total claridad los detalles. Es de esas historias que recuerdo más que nada porque me la han repetido varia vez. Pero el caso es que habíamos ido toda la familia por un helado. Y teníamos que irnos, no recuerdo a dónde pero había prisa para llegar. Y por supuesto, íbamos en metro. 

Yo, siendo el morrillo inútil e inexperto que era, lejos estaba de haberme acabado mi helado, y como sucede con esas cosas, tarde o temprano, se comenzó a derretir. Yo lo iba agarrando con ambas manos que ahora escurrían y chorreaban de helado cremoso y pegajoso y no pude detenerme de nada cuando entramos al metro. Usted imagínese nada más, a un pequeño Javi de unos cinco años que no sabía que tenía que detenerse porque el metro arranca bruscamente. Y bruscamente arrancó. Y pequeño Javi voló. O hubiera volado si no fuera porque el metro venía retacado de gente cuya vestimenta pudo degustar de mi delicioso postre.

Cuando el metro se detuvo, mi papá, viendo la catastrófica escena que se desenvolvía ante sus ojos y sintiendo algo de culpa y responsabilidad decidió quitarme mi helado para que yo no estuviera importunando a los demás pasajeros, pero ahora él tenía sus manos ocupadas porque él tampoco se había acabado su helado y ahora tenía un helado derritiéndose en cada mano. Con una pequeña diferencia. Mi jefe mide dos metros, y como cualquier persona que haya jugado a lanzar proyectiles de cualquier tipo sabrá, a mayor altura, mayor alcance.

Efectivamente, cuando el metro volvió a arrancar, mi papá se convirtió en una máquina de terror lácteo. Fue como cuando en un videojuego subes de nivel a tu personaje y además mejoras tus armas y ahora tienes dos. Sí, algo así fue. Sobra decir que cuando nos bajamos del metro, mucha gente no estaba del todo contenta porque tenía helado en su ropa y a mi papá lo habían bolseado.

Es que imagínense también la escena. Un mastodonte que no se puede detener en el metro porque está deteniendo helados que se están derritiendo, que va chocando contra todo mundo por los bruscos movimientos del transporte, fue navidad temprana para el carterista.

Pues esa es la historia, mis querides lectores. Les invito (de verdad, en serio y por favor) a comentar cuál creen que sea MI historia más vergonzosa para que la suba en otra entrada de blog, ustedes que me conocen. La próxima semana no porque en esa subiré el cuento ganador del concurso. Pero la de después probablemente sí. Y también les invito a compartir sus historias vergonzosas en los comentarios si gustan.

Comentarios

  1. Esta anécdota ya la escuché fácil unas 3 veces y sigue haciéndome reír. El apodo "Maquina de Terror Lácteo" no es pa menos Jjajaja buena esa.

    ResponderBorrar
  2. Yo no sé tú, pero para mí romper el piso de la casa de un amigo puede ser algo deja tú vergonzoso, algo muuuy incómodo e inolvidable. (la primera que se me vino a la mente)

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares